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Berlanga

Artículo de edición especial. Antonio Albert, experto en cine, homenajea a Luis García Berlanga

Cuando un artista muere y la sociedad reacciona como si hubiera perdido un ser querido, descubrimos que esa humana reacción se debe a que el arte de ese creador había entrado a formar parte de todos nosotros: nos había hecho llorar, nos había hecho reír, nos había emocionado y entretenido con sus personajes, sus historias, con el reflejo de nuestro mundo visto desde su mirada original. Cuando uno de esos creadores desaparece, su hueco sólo puede ser cubierto por su propia huella, en el caso de Luis García Berlanga, por las imágenes y sonidos de sus películas. Siempre serán suyas, es cierto, pero ahora son más nuestras que nunca.

Berlanga fue hombre de cine en cuyos fotogramas se agolpaban protagonistas y secundarios, todos revueltos, en largos planos secuencia que rezumaban la anarquía de un orden establecido por la cámara del maestro. Se rodeó de grandes, y a todos engrandecía. Isbert, Alexandre, López Vázquez, Cassen… ¡Cuántos nombres y cuántos personajes inolvidables unidos por la fanfarria de una banda, por la desgracia de su destino, por el humor de su triquiñuelas canallas! Verdugos, alcaldes, marqueses, taxistas; daba igual el rango social: lo importante eran sus corazones.

La España que soñaba con huir de la miseria a cualquier precio, incluso disfrazándose de tópico para llegar a los bolsillos norteamericanos. La España del hambre y la mezquindad nacionalcatólica que sentaba un pobre a su mesa por Navidad. La España que ajusticiaba reos con el garrote vil pero sólo miraba hacia delante, como si el futuro pudiera algún día borrar el presente. La vieja España que se iba de cacería mayor mientras nacía otra España que ansiaba empezar al menos con la caza menor, al precio que fuera, con sus comisiones y corruptelas. La España de la pandereta, sí, pero una España humana, a ratos miserable, a ratos generosa, siempre única, esperpéntica, viva. Todas esas Españas aparecían, en blanco y negro o color, en las películas de un hombre inteligente, obsesionado con los fetiches, las mujeres, y la ironía como arma para espantar los males heredados.

Siempre he confesado una admiración personal hacia una película en apariencia menor en la grandiosa filmografía de Berlanga: Calabuch, la historia de una fuga en busca de la libertad, del milagro de una ciencia capaz de convertir las bombas en castillos de fuegos artificiales. El faro de una playa mediterránea es el refugio de un hombre que, a pesar de vivir en un país libre, es esclavo de un trabajo que causa dolor y muerte. Y los habitantes de ese pueblo costero, atrapados en una dictadura, viven libremente gracias a la vida que insufla el mar que baña unas tierras de fiesta y fuego. La paradoja salta por los aires en una hermosa explosión de pólvora y libertad.

Ayer, bajo la lluvia, su funeral no pudo ser una fiesta. Lástima, con lo que a él le hubiera gustado que todo acabara con una mascletá.

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