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El traje del Emperador

Antonio Albert, crítico de cine y presentador, ‘Las pelis que me monto’

Dicen que los productores querían, en principio, realizar una revisión de Las amistades peligrosas en versión valleinclanesca, con pillos miserables y tramas esperpénticas para elaborar una tragedia de fantoches con la originalidad de apuntes escatológicos acordes con la tradición mediterránea. Al parecer, en el último momento decidieron apostar con un cuento tradicional que, al menos, cuenta con un espectacular derroche de vestuario.

Los Trajes del Emperador
Francisco Camps, presidente de la Generalitat Valenciana.

El cuento, empero, ha sido llevado a la pantalla invirtiendo parte de su argumento: en esta versión, el emperador sí aparece vestido en sus recepciones, mítines y apariciones estelares en las Cortes. De hecho, el emperador va siempre excesivamente vestido: va hecho un pincel, pero al parecer tamaña pasión por la moda esconde un origen de brocha gorda.

Todos en el Reino le saludan y piropean por la pulcritud de sus ropajes, impecables, pero lo cierto es que no sólo le obsequian con bellas palabras sino, también, con regalos que acepta con la tranquilidad que ofrece saberse dueño del poder. Pero las dádivas hechas a medidas se convierten pronto en regalo envenenado, pues un sastrecillo valiente (se trata de un guiño a otro cuento infantil protagonizado por un héroe sencillo) anuncia que los trajes, corbatas y otras prendas delicadas para postrarse ante el Papa con veneración y elegancia son, en realidad, la tapadera de una extraña tendencia a escuchar las palabras zalameras de tipos sospechosos y siniestros que, a sus espaldas, escupen palabras de desprecio mientras se frotan las manos al ver que sus negocios, regalo a regalo, van tomando dimensiones estratosféricas.

La Corte aplaude el gusto del emperador al elegir sedas y linos, pero nadie se atreve a decirle que, a ese paso, cuanto más llene el armario más posibilidades tiene de quedar al desnudo ante sus súbditos. Mientras unos se resisten a creer que pueda caer en desgracia por unos trajes, lo cierto es que había empeñado su palabra en sede parlamentaria mientras los jueces, incluso los más cercanos, habían reconocido la mentira al tiempo que la perdonaban. Porque el emperador ha mentido: los regalos eran tales. ¿Pero quién va a creer que un Imperio se venda por un puñado de trajes? Posiblemente, pocos. Pero lo que el cuento revela es que, embebido de poder, no había sido capaz de ver que el peligro no estaba en las prendas de vestir sino en las sucias manos de quienes se las daban.

Y aquí el cuento se vuelve oscuro. La fábula desnuda una moraleja que, por otra parte, puede aplicarse a todos esos emperadores del país que, enardecidos por los votos, creen que las urnas perdonan los delitos, que pueden mentir porque la memoria tiene menos fondo que los bolsillos, que pueden gobernar para sí y para sus partidos tejiendo sutiles redes que favorecen a sus cortesanos a cambio de explotar a sus súbditos, que no sólo ostentan el poder de hacer leyes sino que pueden manipular las mentes utilizando los medios (radios y televisiones ruinosas) a su antojo…

El espectador es testigo de los perversos mecanismos con los que puede protegerse el poder: sentencias firmadas por amigos, interminables recursos que retrasan cada paso, viajes de ida y vuelta entre tribunales, grabaciones de conversaciones deplorables que pueden no servir como prueba pero prueban que sirven para mostrarnos el basurero de la Corte… Este emperador que parece a punto de caer es el símbolo de un sistema que presume de ser el menos malo posible pero que se ha demostrado demasiado sensible a las miserias de los peores.

Sí, va bien vestido, pero le han dejado las vergüenzas al aire.

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