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Melbourne con ‘EME’ de movimiento

Feisbukeros por el Mundo, por Mariona Guiu

Un amigo me decía el otro día en un e-mail que imaginaba las ciudades australianas como lugares limpios, cómodos y amplios, y a los australianos que viven en ellas los suponía gente sonriente con arena en los bolsillos. Me encantó la definición.

Melbourne, 'Eme' de movimiento
Melbourne, 'Eme' de movimiento

Desde Melbourne, en cambio, ser español, o venir de España en general y de cualquiera de sus comunidades autónomas en particular, se asocia a ser alguien simpático, que baila bien (no es mi caso), que tiene un acento divertido, que habla con un volumen más alto de lo normal (aceptemos el eufemismo) y que sabe vivir la vida intensamente. En una posición más secundaria, también les parecemos sexys, espabilados y morenos, en este orden. Para mi, desafortunadamente, la historia resulta bastante menos glamourosa, y en Melbourne y en cualquier otra parte la conciencia de mi procedencia suele pesarme traducida a: hablar inglés con un acento catastrófico, ser la única que se fascina cuando nadie roba los millones de cosas que están plácidamente desatendidas, tener una apabullante experiencia empapelando las ciudades con currículums, y estar dotada de un terrible pesimismo económico que me convierte en una escéptica permanente en las cuestiones monetarias.

Herencia cultural, suelen llamarla.

Supongo que por todo esto no puedo dejar de sorprenderme cuando aterrizo en un sitio dónde lo relativo a lo laboral y a lo económico se mueve y, además, lo hace con naturalidad: discreto, rápido y efectivo. Me sorprendo porque yo vengo de un lugar dónde la parálisis económica huele a algo genético más allá de la crisis, y creo que llevo muy inculcada la convicción de que el progreso de cualquier iniciativa es una especie de milagro. Vamos, que me resulta más familiar la cultura de la vela, el conjuro y el padrenuestro ante una entrevista de trabajo, que la creencia en la ley de la oferta y la demanda como motor de una sociedad que camina y avanza.

Dejo un botón de este Melbourne dinámico.

Paseando por el muro de Facebook de mi entonces único contacto en esta ciudad, encontré hace unos días este anuncio: “Ey, Víctor, ¿sabes de alguien para las clases de español?”. Le escribí un privado, medio por probar, medio escéptica. Tuve respuesta, y a los cinco días de llegar, sin casa todavía, empezaba a impartir clases de castellano. Unas horas después, esta gente, o sea, los que ya puedo llamar mis alumnos, colgaron a su vez el anuncio en sus respectivos muros. “Una chica recién llegada busca clases de español y habitación. Se curra las clases, e imaginamos que también se hará la cama”. Me llegaron respuestas a sendas publicaciones en unas horas.

Todo esto, por Facebook, y casi en broma.

En resumen. Llevo ocho días aquí. Podemos decir que no me he puesto activamente a buscar trabajo, y sin embargo, ya estoy trabajando. No es en mi profesión, pero es un principio y, además, me gusta. Entiendo que en cuanto me ponga a mover mis cosas, encontraré antes o después la posibilidad de alumbrar alguno de los proyectos sin tener que poner velas o suplicar en voz baja “por favor, Jesusito, por favor” la noche anterior. Acepto el discurso de que estoy teniendo suerte, pero me resulta sospechoso el hecho de que esta suerte jamás fue tan descarada durante mis últimos cuatro años en Madrid, y eso que la llamé desde todos los balcones. Trabajé mucho, sí, pero fue un continuo jugar al escondite que me dejó extasiada. Porque nunca era yo la que me escondía y los juegos así, cansan.

Conclusión, señores: Melbourne, este lugar que se sabe en buena posición en la fila pero que asume con naturalidad su caminar, se escribe con eme mayúscula. Pero no la eme de mamoneo, ni tampoco la eme de mejor. Eme de movimiento, que es siempre, paradójicamente, la eme más relajada.

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