En nuestro mundo de las personas ciegas, en numerosas ocasiones para ayudarnos en muchos ámbitos distintos y al no existir adaptación posible o accesibilidad alguna, se tiene que recurrir a la búsqueda de apoyos de cualquier persona que esté al alcance para conseguir el objetivo deseado. Son situaciones no queridas y que en la mayoría de los casos suelen infringir la privacidad de la persona que no ve, creando situaciones ridículas.

Una situación de este tipo se produce por ejemplo cuando te quieres acercar a comprar a unos grandes almacenes algo íntimo como un conjunto de ropa interior. Llegas a la puerta y pides alguien que te ayude a moverte por las plantas y estanterías para conseguir las prendas deseadas y ¿¿claro!!, cada uno tiene sus gustos, y ahí te ves explicándole al dependiente de turno, la mejor descripción que puedes recordar de lo que quieres y para acertar evidentemente es preciso entrar en detalles:
– La braguita me gusta con bordaditos y con algún lazito también…, y en ese momento como comprenderéis, te pones colorao como un tomate de la vergüenza que estás pasando ya que os recuerdo que la otra persona no la conoces de nada…
Como siempre digo, la tecnología nos ha ayudado mucho en salvar nuestra privacidad. Hace años cuando se mandaban cartas en papel, nos las tenían que leer igualmente alguien de nuestro entorno y en ocasiones recuerdo el corte que se producía cuando dicha misiva llevaba algún contenido íntimo o delicado porque la persona que leía dichas cartas aunque ejercía sólo la labor de lector también se empapaba de todo aquello. Con la aparición del correo electrónico en este caso, estas situaciones se han erradicado por completo.
Sin embargo, como surgen en el mercado tecnologías más modernas pero inaccesibles, de nuevo suelen ocurrir situaciones grotescas como la que os cuento a continuación muy habitual actualmente.
Se han incorporado en poco tiempo terminales para pagar con tarjeta en la mayoría de establecimientos de todo tipo en los que se elimina la firma de cada uno por la introducción en un teclado “INACCESIBLE” del pink de la misma para así realizar la operación.

Allí estaba yo, en un mostrador repleto de gente esperando, con la tarjeta en la mano para realizar un pago y la empleada de turno al ir con prisas y comprobar que yo no podía introducir directamente el número secreto, coje la maquinita, a la vez una llamada de teléfono que sonaba muy lejos de mí y como a cinco metros me pregunta con desparpajo:
– ¡¡Chavalín!!, ¿cual es tu numerito?
Con todas las personas de alrededor dirigiendo la atención hacia mi y como esperando a ver quien va a ser el nuevo Papa en la plaza de San Pedro…, yo no sabía al no verlos, si tenía a mi lado a un carterista, un ladrón experimentado o cualquiera… por eso, se me ocurrió decir:
Un saludo a el que luego amablemente me quiera sustraer la tarjeta, ¿¿amigos!!
Y entonces, la dependienta ajetreada, se dio cuenta de dicha intromisión y ocurrió lo que casi iba a ser peor que lo anterior. Como no podía salir de su cubículo, intentó subirse al mostrador que me llegaba por los hombros y encaramada a él, haciendo la postura 48 de yoga, estiró su cuello para posar su carita de lado a la mía con la expectación del publico a mi lado y me susurró al oído:
Dime sólo a mí, tu número secreto, ¡¡cariño…!!
Y todo pasó, pagué mi cuenta, conseguí no desvelar mi secreto y a partir de ese día entre aquella dependienta y yo cada vez que nos vemos, nos sonreímos pero eso sí, los cuatro dígitos ya se los sabe de memoria…