Feisbukeros por el Mundo, por Mariona Guiu
Si en el año 95 hubiera existido Facebook, probablemente Roldán no se hubiera fugado a Laos. De existir la red social, los viajeros, fascinados, hubieran publicado sin descanso los múltiples encantos de este lugar desconocido, y el discreto país hubiera pasado a ser un putiferio parecido al de ciertas zonas de su vecino tailandés.

Pero el caso es que en la Edad de Piedra de la red de Zuckerberg, Laos pasó tristemente a la fama por ser el rincón del mundo dónde capturaron al ex director general de la Guardia Civil tras 304 días de fuga, aunque para mi sea sin duda el país revelación de este viaje, independientemente de este dato. No sé si Roldán tenía un amplio conocimiento del sitio en el que quiso confundirse con un arrozal pero, desde luego, si no era así, menuda chiripa tuvo porque se cayó en uno de los sitios más especiales del mundo.
Laos, ese país sin salida al mar tocado en algún pedacito por un montón de vecinos, Myanmar al noroeste, China al norte, Vietnam al este, Camboya al sur y Tailandia al oeste, es un descubrimiento detrás de otro.
Entré por el norte desde la frontera china con la visa del país de la Gran Muralla caducada. Iba atemorizada, pero el caso es que el Barça y, en concreto, su himno, me salvaron de la penalización. Reconozco que en general el fútbol me trae sin cuidado y que, esencialmente, me sé el himno del Barça porque soy de Barcelona y porque no tengo otra opción. Pero cuando los oficiales chinos leyeron el nombre de la ciudad condal en el pasaporte y empezaron a entonar tímidamente algo que pretendía parecerse al Cant del Barça, me puse a cantar como si me fuera la vida en ello mientras intentaba disimular el tembleque de las piernas, y ellos, los funcionarios, medio alucinados, me sellaron el pasaporte aplaudiendo y parpadeando con sus ojos chinos abiertos como naranjas.
Nunca hasta entonces el “Visca el Barça” había adquirido tanto sentido para mí, y nunca antes había cruzado una frontera de una manera tan prometedora.
El país más pobre del sudeste asiático conjuga espiritualidad, naturaleza, belleza, vida rural, sufrimiento histórico, paciencia, budismo, arroz, y un sentido del tiempo que sólo tienen los pueblos que han sufrido mucho. Los habitantes de Laos tienen esa sabiduría antigua prudente y luminosa, ante la que uno sólo puede sentirse un completo analfabeto de la vida.
Durante la última guerra de Indochina, Laos recibió más bombas que Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Entre 1964 y 1973 Estados Unidos regó Laos con más de 2 millones de toneladas de bombas, lo que vendría a ser más o menos a unos 800 kilos de explosivos por cada uno de los 2,5 millones de habitantes, hombres, mujeres, niños y ancianos, con que contaba entonces el país, la mayoría de ellos campesinos que no entendían nada. En total: unos ochenta millones de esas pelotitas fueron lanzadas en Laos, pero entre el 10% y el 30% de ellas no estallaron, por lo que en tierra quedaron (y quedan) entre 8 y 25 millones de unidades. Bombas sin desactivar que estallan en cualquier momento. La vida del 25% de las aldeas del país está marcada por la presencia de estas bombas, que han matado a más de 11.000 personas desde que acabó la guerra en 1975. Es lo que queda de un crimen contra la humanidad desconocido en su momento y, en realidad, también a día de hoy.
La colonización francesa añadió la s final al nombre del país y dejó, también, las baguettes, el café, los crêpes. La proximidad con Tailandia marca y subordina al país cultural y políticamente. Y por supuesto el arroz es la base de la vida, y de la economía, en un país en el que el 80% de la población se dedica a la agricultura de subsistencia.
Todos sus rincones merecen una reseña y una visita, pero yo me quedo con dos: Luang Prabang, el principal centro espiritual y religioso del país y desde luego una ciudad a la que volver, y Don Det, una isla de río en Las cuatro Mil Islas, el remanso de paz más imperturbable jamás conocido.
Es un país pequeño. De hecho, todos los viajeros solemos hacer una ruta parecida y es común encontrarse con la misma gente a lo largo de la travesía. Al principio me hacia mucha gracia, pero debo reconocer que a la quinta vez que coincidí con los mismos catalanes en el punto más remoto del país, me escondí detrás de un árbol, y me convertí en una rama.
Quizá por eso, por pequeño y amable, fue el lugar en el que conocí a más viajeros y en el que formé parte de más cuadrillas. De los pocos pero valiosos amigos de verdad que me llevo de este año en ruta, dos de ellos los conocí en Laos. A ellos y al país dónde les encontré ya los he puesto para siempre en ese archivo cursi de incongruencias varias al que algunos románticos llaman corazón.